El regreso de Marissa
Durante años, el nombre Galletas La Reina fue sinónimo de dulzura, tradición y éxito en todo el país. La empresa, nacida de las manos de doña Marissa Duarte, una mujer de temple férreo y talento sin igual para hornear, se había convertido en un imperio familiar. A sus 90 años, Marissa vivía en su mansión con vista al bosque, rodeada de enfermeras, pero ya ausente de la realidad. Su memoria era un jardín seco y su cuerpo una cáscara frágil.
Sus nietos —Iván, Clara y Julián— llevaban años esperando el desenlace final. Las reuniones del consejo de administración, donde fingían preocupación, eran en realidad estrategias veladas para tomar el control total. Incluso Iván, el mayor, ya había mandado a imprimir tarjetas de presentación que lo nombraban “CEO en funciones”. Todo parecía seguir el curso natural de las cosas... hasta que ocurrió lo impensable.
Un episodio de anemia severa llevó a Marissa al hospital. Allí, como parte de un tratamiento experimental autorizado bajo protocolo de emergencia, recibió una transfusión de plasma joven, proveniente de una donación especial de un voluntario de 22 años. Nadie esperaba gran cosa. “Solo estabilizarla unos días más”, dijo el médico con indiferencia.
Pero al tercer día, Marissa abrió los ojos con una mirada que no se le veía desde hacía décadas.
—¿Por qué me traen este té tan insípido? —preguntó con voz clara—. ¿Y quién demonios aprobó los empaques nuevos de las galletas de mantequilla? Son horrorosos.
La enfermera, sorprendida, llamó a los familiares. A las pocas horas, Iván, Clara y Julián estaban en la casa, más nerviosos que contentos.
—Abuela, qué gusto verte tan bien... —empezó Iván con una sonrisa tensa.
—¿Bien? Estoy mejor que nunca —interrumpió Marissa, mientras bajaba las escaleras por sí misma, con bastón, sí, pero con paso firme—. Y ustedes tres... ¿de veras creyeron que podían sepultarme en vida y repartirse lo que yo construí con estas manos? ¿Cuántas veces les dije que no se hace una empresa desde la avaricia?
Durante las semanas siguientes, Marissa retomó el control de la dirección general. Despidió a dos asesores externos, anuló un contrato millonario que estaba por firmarse a espaldas suyas, y reactivó el antiguo taller de recetas que llevaba años cerrado. Sus decisiones, rápidas y certeras, provocaron un pequeño terremoto en el interior del consejo.
Mientras tanto, los médicos observaban atónitos. No había efectos secundarios. Ningún brote de delirio ni debilidad. Su lucidez era absoluta. Solo se registraban niveles altos de energía, recuperación cognitiva sostenida y algo de impaciencia con los incompetentes.
Clara, intentando disimular la tensión, le preguntó en una comida familiar:
—Abuela... ¿cómo es que estás tan... bien?
Marissa la miró con una mezcla de ternura y amenaza:
—No me morí, querida. Solo me dormí un rato. Pero gracias a la sangre joven —y quizás a una voluntad más fuerte que el olvido—, estoy de vuelta. Y más vale que ustedes aprendan a hornear de verdad... porque el negocio sigue siendo mío.
Desde entonces, los pasillos de Galletas La Reina volvieron a oler a mantequilla auténtica y no a planes secretos. La vieja reina había regresado al trono, rejuvenecida y más temible que nunca.
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